Una encíclica
profética del Beato Pablo VI
Síntesis de
la encíclica Humanae vitae
Resumen sintético de la encíclica Humanae vitae (HV)
Por: Mariano Ruiz Espejo
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Esta encíclica está
dirigida a todos los hombres de buena voluntad y trata sobre la regulación de
la natalidad. La transmisión de la vida humana ha sido siempre para los
esposos, como colaboradores libres y responsables de Dios Creador. Ante los
cambios sociales que transforman la sociedad y las nuevas cuestiones que han surgido,
la Iglesia no ignora esta materia relacionada con la vida y la felicidad de los
hombres (cf. HV, 1).
En la encíclica HV se
explica el rápido desarrollo demográfico y la tentación de algunas autoridades
de oponer a los peligros medidas radicales. En la encíclica se hace esta
pregunta: ¿No sería indicado revisar las normas éticas hasta ahora vigentes,
como una fecundidad menos exuberante pero más racional y voluntaria con un
control lícito y prudente de los nacimientos? (cf. HV, 2-3).
La ley natural
iluminada y enriquecida por la Revelación divina son los principios de la
doctrina moral sobre el matrimonio. El Magisterio de la Iglesia tiene para
todos sus fieles la interpretación de la ley moral natural, pues Jesucristo, al
comunicar a Pedro y los Apóstoles su autoridad divina y enviarlos a enseñar a
todas las gentes sus mandamientos (cf. Mateo 28, 18-20), los constituye en
custodios y en intérpretes auténticos de toda ley moral, no solo de la ley
evangélica sino también de la ley natural, como voluntad de Dios, cuyo
cumplimiento es igualmente necesario para salvarse (cf. Mateo 7, 21; HV, 4).
Limitar el problema
de la natalidad a perspectivas parciales de orden biológico, psicológico,
demográfico o sociológico no sería correcto sino que hay que considerarlo a la
luz de una visión integral del hombre y su vocación natural, terrena,
sobrenatural y eterna (cf. HV, 7).
La verdadera
naturaleza y nobleza del amor conyugal se revelan considerando su fuente
suprema, Dios, que es Amor (cf. 1 Juan 4, 8), “el Padre de quien procede toda
paternidad en el cielo y en la tierra” (Efesios 3, 15). El matrimonio es una
sabia institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de
amor. Mediante su recíproca donación personal, propia y exclusiva de los
esposos, tienden a la comunión de sus seres en orden a un mutuo
perfeccionamiento personal, colaborando con Dios en la generación y en la
educación de nuevas vidas. En los bautizados, el matrimonio reviste además la
dignidad de signo sacramental de la gracia que representa la unión de Cristo
con su Iglesia (cf. HV, 8).
El amor conyugal es
ante todo plenamente humano, sensible y espiritual al mismo tiempo. Es un amor
total, una forma singular de amistad personal en la que los esposos comparten
generosamente todo gozosos de poderse enriquecer con el don de sí. Es un amor
fiel y exclusivo hasta la muerte, asumido libremente, fidelidad que es siempre
posible, noble y meritoria, manantial de felicidad profunda y duradera. Es un
amor fecundo, que además de la comunión de los esposos se prolonga suscitando
nuevas vidas, con la procreación y la educación de la prole, pues los hijos son
el don más excelente del matrimonio y contribuyen al bien de los propios padres
(cf. HV, 9).
La paternidad
responsable, en cuanto a procesos biológicos, significa conocimiento
inteligente y respeto de las funciones del poder dar vida y las leyes
biológicas que forman parte de la persona humana; en cuanto a tendencias del
instinto y de las pasiones, comporta el dominio necesario sobre aquellas han de
ejercer la razón y la voluntad; en cuanto a condiciones físicas, económicas,
psicológicas y sociales, se pone en práctica con la deliberación ponderada y
generosa de tener una familia numerosa, o con la decisión, tomada por graves
motivos y en el respeto a la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante
un tiempo o por tiempo indefinido. Comporta sobre todo una vinculación más
profunda con el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel
intérprete es la recta conciencia. Su ejercicio responsable exige que los
cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo
mismo, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores. La
misión de transmitir la vida no es una tarea autónoma en los caminos a seguir,
sino que los esposos tienen que conformar su conducta a la intención creadora
de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y
constantemente enseñada por la Iglesia (cf. HV, 10).
En el respeto a la
naturaleza y la finalidad del acto matrimonial, los esposos se unen en casta
intimidad, y a través de los cuales se transmite la vida humana, con actos
honestos y dignos, que no dejan de ser legítimos si por causas independientes
de la voluntad de los cónyuges se prevén infecundos, porque continúan ordenados
a expresar y consolidar su unión. Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y
ritmos naturales de fecundidad que por sí mismos distancian los nacimientos. La
Iglesia, exigiendo que los hombres observen las normas de la ley natural
interpretada en su constante doctrina, enseña que cualquier acto matrimonial
debe quedar abierto a la transmisión de la vida (cf. HV, 11).
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Esta doctrina
expuesta por el Magisterio está fundada sobre la inseparable conexión que Dios
ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre el
significado unitivo y el significado procreador del acto conyugal. Salvaguardar
ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, y así el acto conyugal
conserva íntegro el sentido del amor mutuo y verdadero, y su ordenación a la
altísima vocación del hombre a la paternidad (cf. HV, 12).
No es un verdadero
acto de amor en las relaciones entre los esposos con recto orden moral el acto
conyugal impuesto al cónyuge sin considerar su situación actual y sus legítimos
deseos. Usar del don divino de la transmisión de la vida destruyendo su
significado y su finalidad, aunque sea parcialmente, es contradecir el plan de
Dios y su voluntad. Usufructuar el don del amor conyugal respetando las leyes
del proceso generador significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la
vida humana, sino más bien administradores del plan establecido por el Creador.
La vida humana es sagrada, desde su comienzo compromete directamente la acción
creadora de Dios (cf. HV, 13).
Por todo ello, no es
vía lícita para la regulación de los nacimientos la interrupción directa del
proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto querido o procurado,
aunque sea por razones terapéuticas. Tampoco es vía lícita la esterilización
directa, perpetua o temporal del hombre o de la mujer. No es lícita toda acción
que en previsión del acto conyugal o en su realización o en el desarrollo de
sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio hacer imposible
la procreación. No es lícito justificar actos conyugales intencionalmente
infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo
con los actos fecundos anteriores o que seguirán después. Si bien es lícito
alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de
promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer
el mal para conseguir el bien. Un acto conyugal voluntariamente infecundo es
deshonesto y no puede cohonestarse por el conjunto de una vida conyugal fecunda
(cf. HV, 14).
Pero es lícito el uso
de medios terapéuticos verdaderamente necesarios para curar enfermedades del
organismo, aunque se siguiese un impedimento no querido para la procreación
(cf. HV, 15).
La Iglesia es la
primera que en elogiar y en recomendar la intervención de la inteligencia en
una obra que tan de cerca asocia la creatura racional a su Creador, pero afirma
que debe hacerse respetando el orden establecido por Dios. Para espaciar los
nacimientos por serios motivos, derivados de las condiciones físicas o
psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña
que es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes en las funciones
generadoras para usar del matrimonio solo en los periodos infecundos y así
regular la natalidad sin ofender los principios morales que hemos recordado. En
el recurso a los periodos infecundos los cónyuges se sirven legítimamente de
una disposición natural. En el uso de los medios ilícitos directamente
contrarios a la fecundación se impiden el desarrollo de los procesos naturales
(cf. HV, 16).
Los métodos de
regulación artificial de la natalidad abrirían el camino fácil y amplio a la
infidelidad conyugal y a la degradación general de la moralidad. Los jóvenes
serían más vulnerables para ser fieles a la ley moral y no se les debe ofrecer
cualquier medio fácil para burlar su observancia. El hombre que se habituase al
uso de las prácticas anticonceptivas podría acabar perdiendo el respeto a la
mujer y, sin preocuparse de su equilibrio físico o psicológico, podría llegar a
considerarla como simple instrumento de goce egoísta, no como compañera
respetada y amada. También las autoridades públicas podrían llegar a dejar a merced
de su criterio despreocupado de las exigencias morales el sector más personal y
más reservado de la intimidad conyugal (cf. HV, 17).
Estas enseñanzas, en
previsión de Pablo VI, no serán quizá fácilmente aceptadas por todos, pues la
Iglesia a semejanza de su divino Fundador es “signo de contradicción” (Lucas 2,
34), pero no deja por esto de proclamar con humilde firmeza toda la ley moral,
natural y evangélica como su depositaria e intérprete, sin poder declarar
lícito lo que no lo es por su íntima e inmutable oposición al verdadero bien
del hombre. Defendiendo la moral conyugal en su integridad, la Iglesia
contribuye a la instauración de una civilización verdaderamente humana,
compromete al hombre a no “abdicar de la propia responsabilidad sometiéndose a los
medios técnicos”, defendiendo con esto mismo la dignidad de los cónyuges,
mostrándose amiga sincera y desinteresada de todos los hombres a quienes quiere
ayudar desde su camino terreno a participar como hijos a la vida del Dios vivo,
Padre de todos los hombres (cf. HV, 18-19).
La Iglesia, como el
Redentor, conoce la debilidad y tiene compasión de las muchedumbres, acoge a
los pecadores, pero no puede renunciar a enseñar la ley que en realidad es la
propia de una vida humana llevada a su verdad originaria y conducida por el
Espíritu de Dios (Romanos 8). La doctrina de la Iglesia en materia de
regulación de la natalidad, como todas las grandes y beneficiosas realidades,
exige empeño y muchos esfuerzos de orden familiar, individual y social. No
sería posible actuarla sin la ayuda de Dios que sostiene y fortalece la buena
voluntad de los hombres, pero estos esfuerzos ennoblecen al hombre y benefician
la comunidad humana (cf. HV, 19-20).
Una práctica honesta
de la regulación de la natalidad exige sobre todo a los esposos adquirir y
poseer sólidas convicciones sobre los verdaderos valores de la vida y la
familia, y un perfecto dominio de sí mismos. Dominio del instinto mediante la
razón y la voluntad libre según el orden recto y para observar la continencia periódica,
disciplina propia de la pureza de los esposos. Esfuerzo continuo que desarrolla
la personalidad de los esposos, aportando a la vida familiar frutos de
serenidad y de paz y facilitando la solución de otros problemas, favoreciendo
la atención hacia el otro cónyuge, ayudando a superar el egoísmo como enemigo
del verdadero amor, y enraizando más su sentido de responsabilidad. Así los
padres adquieren la capacidad de un influjo más profundo y eficaz para educar a
los hijos, y éstos crecen en la justa estima de los valores humanos y en el
desarrollo sereno y armónico de sus facultades espirituales y sensibles (cf.
HV, 21).
Llamada de atención a
los educadores y responsables en orden al bien de la convivencia humana sobre
la necesidad de crear un clima favorable a la educación de la castidad, triunfo
de la libertad sobre el libertinaje, mediante el respeto del orden moral. Aviso
a los medios de comunicación social que conducen a la excitación de los
sentidos, al desenfreno de las costumbres, como cualquier forma de pornografía
y espectáculos licenciosos, que deben suscitar la franca y unánime reacción de
todas las personas en defensa de los supremos bienes del espíritu humano, sin
buscar justificaciones a estas depravaciones (cf. HV, 22).
La encíclica termina
con un llamamiento a las autoridades públicas (pues los gobernantes son los
primeros responsables del bien común y pueden hacer tanto por salvaguardar las
costumbres morales no permitiendo que se degrade la moralidad de los pueblos ni
aceptando que se introduzca legalmente en la familia prácticas contrarias a la
ley natural y divina, y por el desarrollo económico y progreso social que
respeten y promuevan los verdaderos valores humanos, individuales y sociales),
a los esposos cristianos (llamados por Dios a servirlo en el matrimonio, con la
ayuda eficaz de la enseñanza de la Iglesia y de los sacramentos como camino de
gracia correspondiendo en la verdadera libertad al designio del Creador y
Salvador, y de encontrar suave el yugo de Cristo –Mateo 11, 30–, pues la puerta
es estrecha y angosta la vida que lleva a la vida –Mateo 7, 14; cf. Hebreos 12,
11–, esforzándose animosamente en vivir con prudencia, justicia y piedad en el
tiempo –Tito 2, 12–, conscientes de que la forma de este mundo es pasajera –1 Corintios
7, 31–, apoyados por la fe y la esperanza que no engaña porque el amor de Dios
ha sido difundido en nuestros corazones junto con el Espíritu Santo que nos ha
sido dado –Romanos 5, 5–, realizando la plenitud de la vida conyugal descrita
por el Apóstol –Efesios 5, 25.28-29.32-33–), al apostolado entre los hogares
(convirtiendo los mismos esposos en guía de otros esposos), a los médicos y
personal sanitario (perseverando en promover constantemente soluciones
inspiradas en la fe y en la recta razón, fomentando la convicción y el respeto
de las mismas en su ambiente, y procurándose toda la ciencia necesaria en este
aspecto delicado para dar consejos sabios y directrices sanas a los esposos que
los esperan con todo derecho), a los sacerdotes (cuya incumbencia es exponer
sin ambigüedades la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio, dando ejemplo
de obsequio leal, interna y externamente al Magisterio de la Iglesia en el
ministerio hablando del mismo modo para la paz de las conciencias y la unidad
del pueblo cristiano –1 Corintios 1, 10–, no menoscabando en nada la saludable
doctrina de Cristo que no vino para juzgar sino para salvar –Juan 3, 17–,
siendo intransigente con el mal, pero misericordioso con las personas,
enseñando el camino necesario de la oración, la Eucaristía y la Penitencia), y
a los Obispos (trabajad al frente de los sacerdotes, vuestros colaboradores, y
de vuestros fieles por la salvaguardia y la santidad del matrimonio para que
sea vivido en toda su plenitud humana y cristiana, con una acción pastoral en
la actividad humana, económica, cultural y social).
Con el llamamiento
final a los hermanos, hijos y hombres de buena voluntad, a observar la moral
con inteligencia y amor, ya que el hombre no puede hallar la verdadera
felicidad más que en el respeto de las leyes grabadas por Dios en su naturaleza
(cf. HV, 31).
La encíclica, que el
mismo Papa Francisco en 2014 llamó profética (Bagnasco, 2015), y que fue
cuestionada dentro y fuera de la Iglesia (Fuentes, 2008), como el mismo Beato
Pablo VI intuyó en la propia encíclica (cf. HV, 18), sigue teniendo una validez
actual indiscutible en nuestro tiempo.
Bibliografía
Bagnasco, Angelo
(2015). La Humanae Vitae en la Iglesia de Pablo VI y en la Iglesia de hoy.
http://es.catholic.net/op/articulos/58678/cat/485/la-humanae-vitae-en-la-iglesia-de-pablo-vi-y-en-la-iglesia-de-hoy.html
(accedido: 14/10/2016).
Conferencia Episcopal
Española. (2013). Sagrada biblia, Segunda edición. Madrid: Biblioteca de
Autores Cristianos.
Fuentes, Miguel Ángel
(2008). La Humanae Vitae de Pablo VI. Esencia de un documento profético. http://es.catholic.net/op/articulos/8453/la-humanae-vitae-de-pablo-vi-esencia-de-un-documento-proftico.html
(accedido: 14/10/2016).
Paulus PP. VI (25
Julio 1968). Carta Encíclica Humanae Vitae.
http://w2.vatican.va/content/paul-vi/es/encyclicals/documents/hf_p-vi_enc_25071968_humanae-vitae.html
(accedido: 14/10/2016).